martes, 8 de diciembre de 2020

69.- Un rastrillo que se materialice de la nada

    Morales redujo a Streller con las esposas que le había tomado prestadas a Hortensio. No le fue difícil. Streller, ante la visión de sus compañeros, parecía haber entrado en un trance que le impedía actuar de forma autónoma.

    Un pesado silencio se hizo en la sala. Nadie decía nada. Nadie tenía nada que decir. Como si ya todas las cartas hubieran sido puestas sobre la mesa. Solo la sierra eléctrica ronroneaba, girando la cinta y mostrando sus dientes amenazadores.

    Morales parecía un niño con zapatos nuevos. Miraba a uno, a otro. Miraba la sierra y sonreía. Agitaba las manos, "no veas la que se avecina", parecía pensar, y entonces aplaudía y daba saltitos como una quinceañera ante una estrella pop.

    Si Gutiérrez hubiera tenido ganas, le hubiera hecho saber a ese estúpido cuán gilipollas le parecía, cómo merecía la muerte y cuánto deseaba proporcionársela. Para qué.

    El pelirrojo, entonces, como un diablillo feliz con una travesura, tomó nuevamente la sierra del suelo y la levantó, sujetándola con ambos brazos.

    - ¿Para qué quieres esas piernas, Comisario? Estaremos de acuerdo en que ya no sirven para nada, ¿verdad?

    Gutiérrez cerró los ojos y esperó una oleada de dolor insoportable. Una sierra eléctrica cortándote de un tajo la tibia y el peroné no debe resultar agradable. No cerró los ojos por miedo, lo hizo como un gesto reflejo.

    Entonces esperó. Esperó el dolor, esperó el desmayo. Esperó, ojalá así fuera, la muerte. Cuanto antes muriera, antes dejaría de sufrir.

    Cuando volvió a abrir los ojos habían pasado unos segundos que se habían hecho eternos. Tan eternos que no entendía qué hacía Morales, ahí parado aún, sierra en ristre.

    Y Morales, en lugar de girar la sierra y cortarle la pierna a Morales, la dejó caer al suelo. El aparato rebotó con estrépito. Morales seguía sonriendo. Sin embargo, y para sorpresa de Gutiérrez, el asesino cayó de rodillas.

    Solo entonces pudo ver Gutiérrez que unos chorros rojos caían sobre la frente del asesino. Este conservó la sonrisa unos segundos más, el tiempo que tardó en caer de bruces a los pies del comisario.

    En ese momento se percató, con tremendo alborozo, de que en el cráneo de Morales aparecían incrustadas catorce púas de un rastrillo enorme, catorce maravillosas púas que habían penetrado en la cabeza de Morales y que ahora, con el impacto de la caída, dejaban ver los sesos del gran cabronazo que rebosaban por los orificios abiertos.

    Con los dientes que le quedaban, con los labios partidos, con los moratones y coágulos de sangre que le llenaban la cara, Gutiérrez hizo un esfuerzo, esbozó una sonrisa y alzó la vista.

    - ¿Qué tal, Comisario? -dijo Mel, tímidamente. - Tiene usted mala cara, perdone que le diga...

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