Ring, ring.
Llevaban ya tres plantas, a cuatro puertas por planta. Doce timbres tocados para nada. Gutiérrez empezaba a sentirse ya un inútil engañado; Hortensio, por su parte, las estaba pasando canutas. Gutiérrez no daba crédito, pero a su pupilo parecía que le diera vergüenza llamar a los timbres y esperar a que les abrieran. Se ruborizaba, balbuceaba...
- Pareces una exploradora vendiendo cajas de galletas, joder, Hortensio.
- Es que esto de llamar de puerta en puerta, como un vendedor de enciclopedias, me mata. Me recuerda a un trabajo que tuve en mi juventud...
- Pero si eres un niñato, Hortensio, joder. ¿Que vendiste enciclopedias hace cuánto, dos meses?
Hortensio tragaba saliva.
- No, comisario, no es eso... Pero estuve repartiendo propaganda... y fue hace ya unos años, que no soy tan joven... y era un trabajo horrible.
- ¿Horrible? Ya sería para menos.
- Que no, comisario, que es horrible. ¿Qué hemos conseguido hasta ahora?
Gutiérrez hizo repaso.
- Un tipo en calzoncillos, una joven con pelo de recién despertada, tres señoras mayores, una de las cuales ha intentado darme un trozo de bizcocho... ¿Y tú?
- Parecido. ¿No es horrible?
A Gutiérrez nunca le había parecido tan horrible eso de molestar a la gente.
- Lo peor, Hortensio, es que el mundo se acaba y no encontramos a nadie. Queda la cuarta planta. Allí será, ¿no?
- Allí será, comisario.
Se acercaron a la primera puerta, y llamaron.
Ring, ring.
Les abrió un tipo calvo y extremadamente sonriente.
- Somos la policía.
- ¡Ah, la policía! ¡Por fin! Pasen, pasen, les estaba esperando.
- Es por una alerta nuclear.
- Claro, claro. Enhorabuena. Han dado con su hombre. Pero no se queden ahí, pasen y hablemos.
Gutiérrez y Hortensio se miraron y entraron. El mundo se estaba llenando de locos a un ritmo vertiginoso.