Gutiérrez se divertía como un niño.
- ¿Cómo? -preguntaron al unísono varios de los presentes.
- Que todos buscaban la carta en lugares ocultos, y nadie pensó que la carta estaría en un lugar fácilmente deducible.
- Ah... - respondieron.
Se reclinó ante el escritorio de su despacho, se encendió un cigarrillo y observó el infinito. Alguien llamó educadamente a la puerta. "Comisario", le dijeron, "alguien quiere verle". "Seguro que no es para nada bueno", pensó él, "nadie me llama para nada bueno". Sin embargo, de sus labios solo brotaron las palabras "¡que pase!". Y no era ninguna rubia despampanante, por supuesto. Eran problemas. Más problemas. "¡Mierda!", pensó. Y aspiró otra calada.
Gutiérrez se divertía como un niño.
Gutiérrez dio otra calada a su pipa y observó el rostro anonadado de todos los presentes.
- Les he reunido aquí, caballeros... porque ya he encontrado al asesino de Roberto Plenilunio.
Se levantó una ola de susurros entre los presentes.
- Es más, el asesino se encuentra presente entre nosotros... y lo puedo demostrar.
La ola de susurros se transformó en un silencio de interés y expectación. Había que ver la cara del vecino de la víctima, del hombre de la limpieza, del agente y del hijo. Hasta los compañeros de fatigas de Gutiérrez mostraban el mayor interés en comprobar qué se traía entre manos el comisario...
Gutiérrez dio otra calada a la pipa y se apoyó sobre la mesa, buscando comodidad. Estaba disfrutando como un niño, y se le notaba.
Pues el encargado de la limpieza de la casa de Roberto Plenilunio fue el último en llegar. La verdad es que su cara al entrar y encontrarse el tinglado, y la cara de todos los presentes al verlo a él, eran sendos poemas. Podían recopilarse en un cancionero, el "Cancionero de Plenilunio".
El vecinito pesado, por supuesto, había sido el primero en llegar. Anda que iba él a perderse el mambo. Hortensio lo invitó a sentarse. Luego llegaron Mel y Streller, y Tomás Plenilunio, y el agente del escritor asesinado. En total, ocho personas hacinadas en aquella sala de reuniones, todas inquietas, todas nerviosas, todas expectantes ante lo que, suponían, iba a suponer la revelación del nombre del asesino.
¿Para qué si no iban a convocarlos a todos en comisaría?
Solo Gutiérrez mantenía la calma. Aunque, bien mirado, podría decirse que actuaba de una forma extraña.
Hortensio, de hecho, no daba crédito a lo que veían sus ojos.
Desde que había sacado Muerte bajo el sol de la casa de Plenilunio, se encontraba enfrascado en su lectura de una manera tal que a Hortensio le daba pena interrumpirle. ¡A él, a Gutiérrez, que no había leído en su vida ni las frases pintadas en las puertas de los aseos!
Es que ya están todos aquí...
El comisario Gutiérrez, entonces, alzó la vista. Parecía sorprendido ante la presencia de tanta gente.
- Oh, vaya, disculpen, caballeros.
"¿Disculpen, caballeros?" Hortensio empezó a pensar que a su Gutiérrez se lo habían cambiado. Más todavía cuando se sacó una pipa del bolsillo, la encendió y empezó un discurso que, con el tiempo, se convertiría en memorable.