martes, 20 de febrero de 2024

105.- El dedo acusador

    Gutiérrez se divertía como un niño.

    - "La carta robada", caballeros. Aquel relato de Poe, con Dupin como protagonista, en el que el detective encuentra la carta en la casa del ladrón, una carta que la policía no había encontrado tras un minucioso registro, precisamente porque la carta estaba pretendidamente a la vista de todos.
    - ¿Cómo? -preguntaron al unísono varios de los presentes.
    - Que todos buscaban la carta en lugares ocultos, y nadie pensó que la carta estaría en un lugar fácilmente deducible.
    - Ah... - respondieron.
    - Decidí, entonces, buscar el testamento en el lugar más querido por Plenilunio. Le pregunté a Hortensio por su novela más exitosa, la recogí del suelo... et voilà!

    Gutiérrez levantó su ejemplar de Muerte bajo el sol. Se oyó entre los presentes algún suspiro ahogado.

    Nadie daba crédito, especialmente Mel, Hortensio y Streller, que acababan de oír al comisario soltar un discurso sin palabrotas y terminando con una expresión en francés. En cuanto al resto, la inquietud era evidente.

    - Tengo en mis manos, encerrado entre las tapas de Muerte bajo el sol, el último testamento de Roberto Plenilunio. En él hay cambios suculentos. Decide, de hecho, donar su fortuna a una fundación que debería llevar su nombre y que promocionaría a jóvenes escritores. Y, para ello, le arrebata esa fortuna de las manos a alguien que, al enterarse, decidió asesinarlo. Y esa persona es...

    Si en ese momento hubiera redoblado un tambor, algún corazón habría dejado de latir.

    - ¡Tomás Plenilunio, el hijo de la víctima! Hortensio, detenlo.

    Lo acusó señalándolo con el dedo, como mandan los cánones. El momento fue tan dramático que todos rompieron a aplaudir. Todos menos Hortensio, claro, que acudió presto a poner las esposas; y menos Tomás, claro, que ya estaba empezando a llorar.

miércoles, 14 de febrero de 2024

104.- La disertación

    Gutiérrez dio otra calada a su pipa y observó el rostro anonadado de todos los presentes.

    - Les he reunido aquí, caballeros... porque ya he encontrado al asesino de Roberto Plenilunio.

    Se levantó una ola de susurros entre los presentes.

    - Es más, el asesino se encuentra presente entre nosotros... y lo puedo demostrar.

    La ola de susurros se transformó en un silencio de interés y expectación. Había que ver la cara del vecino de la víctima, del hombre de la limpieza, del agente y del hijo. Hasta los compañeros de fatigas de Gutiérrez mostraban el mayor interés en comprobar qué se traía entre manos el comisario...

    Gutiérrez dio otra calada a la pipa y se apoyó sobre la mesa, buscando comodidad. Estaba disfrutando como un niño, y se le notaba.

    - La clave, caballeros, la tiene C. Auguste Dupin, como no...
    - ¿Quién? -preguntó el vecino.
    - Dupin, el detective -contestó el agente-. Calla y deja que hable.
    - En efecto. Dupin, el detective, la creación de Edgar Allan Poe.

    "Pues vale", pareció pensar el vecino aunque, obedeciendo las recomendaciones, guardo silencio y esperó que Gutiérrez continuara.

    - Cuando encontramos revuelta la casa de Plenilunio tuve la certeza de que el asesino buscaba algo. Algo cuya existencia desconocía cuando cometió el asesinato, pues no había desorden en la escena del crimen; o algo que ya creía haber destruido, pero que alguna circunstancia, tal vez nuestras preguntas, compañeros -y miró entonces a Hortensio, Streller y Mel- había vuelto a sacar a relucir.
    - ¡Qué interesante! -dijo, como hablando para sí, el de la limpieza.
    - Ya teníamos la impresión de que ese algo, caballeros, era un testamento, tal vez un testamento secreto de última hora que haría cambiar de manos la herencia del escritor.
    - ¿Un testamento? -preguntó el agente, mientras empalidecía.
    - ¡Claro, un testamento! -casi gritó el vecino, al que le faltaba una gran bolsa de palomitas para sentirse en una película de inmersión virtual.

    Gutiérrez asintió.

    - Fue, entonces, queridos compañeros, caballeros respetables, amigos todos, aunque uno de ustedes sea el asesino, cuando pensé en C. Auguste Dupin.

    La pausa dramática del comisario, entre que volvía a acomodarse, daba otra calada a la pipa y observaba a unos y a otros, fue tan larga, que hasta Hortensio, incapaz de contenerse, terminó preguntando:

    - ¿Por qué Dupin?
    - Me alegra que me hagas esa pregunta, Hortensio -contestó el comisario con celeridad, como si hubiera decidido no continuar hasta que alguien la hubiera formulado en voz alta.

miércoles, 7 de febrero de 2024

103.- Una reunión y una revelación

     Pues el encargado de la limpieza de la casa de Roberto Plenilunio fue el último en llegar. La verdad es que su cara al entrar y encontrarse el tinglado, y la cara de todos los presentes al verlo a él, eran sendos poemas. Podían recopilarse en un cancionero, el "Cancionero de Plenilunio".

    El vecinito pesado, por supuesto, había sido el primero en llegar. Anda que iba él a perderse el mambo. Hortensio lo invitó a sentarse. Luego llegaron Mel y Streller, y Tomás Plenilunio, y el agente del escritor asesinado. En total, ocho personas hacinadas en aquella sala de reuniones, todas inquietas, todas nerviosas, todas expectantes ante lo que, suponían, iba a suponer la revelación del nombre del asesino.

    ¿Para qué si no iban a convocarlos a todos en comisaría?

    Solo Gutiérrez mantenía la calma. Aunque, bien mirado, podría decirse que actuaba de una forma extraña.

    Hortensio, de hecho, no daba crédito a lo que veían sus ojos.

    Desde que había sacado Muerte bajo el sol de la casa de Plenilunio, se encontraba enfrascado en su lectura de una manera tal que a Hortensio le daba pena interrumpirle. ¡A él, a Gutiérrez, que no había leído en su vida ni las frases pintadas en las puertas de los aseos!

    - Comisario... comisario... -llamó Hortensio con delicadeza.
    - Chsss... calla, Hortensio, que estoy leyendo -respondió este.

    Es que ya están todos aquí...

    El comisario Gutiérrez, entonces, alzó la vista. Parecía sorprendido ante la presencia de tanta gente.

    - Oh, vaya, disculpen, caballeros.

    "¿Disculpen, caballeros?" Hortensio empezó a pensar que a su Gutiérrez se lo habían cambiado. Más todavía cuando se sacó una pipa del bolsillo, la encendió y empezó un discurso que, con el tiempo, se convertiría en memorable.