miércoles, 29 de octubre de 2014

34.- El precio de la fama

- Pero, joder, Mel, ¿se puede saber qué coño te pasa?

     Gutiérrez llevaba ya un buen rato soltándole improperios al joven escritor, más o menos los mismos, aunque a gritos, que había venido rumiando en su interior desde que el día anterior se había encontrado la puerta de la comisaria cubierta de periodistas que preguntaban por él.

- Bueno, la novela ha tenido más éxito del que podíamos esperar, un éxito fulgurante e inmediato. Supongo que es para estar contentos...
- ¿Cómo? -interrumpió Gutiérrez-. ¿Cómo? -volvió a bramar-. ¿Me puedes repetir eso, por favor?
- Enhorabuena, Comisario, ahora es usted famoso...

     Gutiérrez comenzó a calentarse como una olla a presión. Cuando cerró los puños y el cigarrillo se le cayó de la boca, Mel estuvo a punto de salir corriendo. Decidió, sin embargo, actuar como un valiente, cerrando los ojos y contando hasta diez mientras capeaba el temporal. Este no tardó en desatarse.

- Pero, ¿cómo te atreves a darme la enhorabuena, mequetrefe? ¿Se puede saber qué ventajas le ves a la fama, a que todos me conozcan, a que se aireen mis vergüenzas? ¿No ves que ahora todos me verán venir?

     Mel se llenó de valor y decidió lanzar un órdago. De allí saldría en paz y con todas sus diferencias solucionadas, o con un buen puntapié en el trasero. No había término medio.

- Pues que tiemblen, Comisario. Que tiemblen quienes infrinjan la ley porque aquí está usted, como todos saben. Y usted, como también es vox populi, no perdona a los malos.

     El escritor volvió a cerrar los ojos y tomar aire. Ya había asumido que iba a recibir una galleta o un grito atronador; sin embargo, nada pasaba. Decidió que era hora de abrir los ojos, no fuera a ser que Gutiérrez se hubiera ido sin decir adiós y él estuviera allí como un gilipollas jugando solo al pollito inglés.

     Abrió, pues, los ojos. Gutiérrez no estaba.

     Apareció un par de segundos después de debajo de la mesa. Mel tardó un breve lapso de tiempo, que a él le pareció eterno, en comprender que el Comisario se había agachado a recorrer el cigarrillo que se le había caído de la boca. No parecía que fuera a estallar. Mel suspiró tranquilo, sin que se le notara demasiado. Su táctica apaciguadora parecía todo un éxito.

     - ¿Pasa algo?
     - Nada, Comisario.
     - ¿Te estabas riendo?
     - No se me ocurriría, Comisario.
     - Ah, creía.
     - Le invito a una copa esta noche.

     Al Comisario se le suavizó el rostro. Este Mel era un zalamero cutrísimo, pensó. En fin, una copa era una copa.

     - Que sean dos. Tenemos que hablar, de todos modos.
     - Qué bien, tenemos una cita...

     Inmediatamente después de decirlo, Mel comprendió que había cometido un error. Joder, al final se iba a llevar la galleta...