- ¿Dónde se habrá metido este tío?
Hortensio empezaba a preocuparse. Gutiérrez podía ser un calavera, pero sabía hacer su trabajo. Y cuando había que estar, estaba.
Por eso, cuando aquella mañana aparecieron por la puerta Mel y Streller para dar el parte y ponerse al día de la investigación, Hortensio resopló. Gutiérrez todavía no había llegado. Algo pasaba.
Iban a marcar el número del comisario cuando sonó el teléfono de la oficina. Era un ring que anunciaba malas noticias. Un tono lúgubre, de mal agüero.
Sabiendo que el comisario nunca llamaría a la oficina, Hortensio miró a Mel y a Streller y descolgó el auricular con sumo cuidado, como si fuera a estallar. Se lo aplicó a la oreja sin decir nada.
Sólo tras unos segundos de un silencio pesado como el plomo unas palabras sonaron desde la caverna del otro lado del hilo telefónico:
- Tic, tac, tic, tac...
Hortensio permaneció impertérrito. Nuevo silencio.
- Hortensio, Hortensito, Hortensete, buenos...
Hortensio entonces colgó el teléfono. No le interesaba lo más mínimo lo que podían decirle, al menos de momento. Ya sabía lo que tenía que saber. Se dirigió entonces a sus compañeros de aventuras, Mel y Streller, que ya expectantes esperaban sus órdenes.
- Señores, tenemos un problema...
Se reclinó ante el escritorio de su despacho, se encendió un cigarrillo y observó el infinito. Alguien llamó educadamente a la puerta. "Comisario", le dijeron, "alguien quiere verle". "Seguro que no es para nada bueno", pensó él, "nadie me llama para nada bueno". Sin embargo, de sus labios solo brotaron las palabras "¡que pase!". Y no era ninguna rubia despampanante, por supuesto. Eran problemas. Más problemas. "¡Mierda!", pensó. Y aspiró otra calada.