domingo, 31 de julio de 2011

9. Arrastrándose por el suelo

¿Qué coño había pasado? ¡Ah, Dios, qué dolor! Aquel tipo había salido de la nada, joder. ¿Qué había pasado? Él no se merecía esto, no le había hecho nada a nadie, solo volvía a casa después del trabajo, maldita sea.

Duele. Una cuchillada duele, ahora lo comprobaba, y la boca comenzaba a saberle a muerte, no fue una, fueron varias, puede verse a sí mismo tirado en el suelo en un charco de sangre, y encima ha empezado a llover, a granizar, los pequeños trozos de hielo le golpean el rostro y se le clavan en el torso como una infinidad de puñaladas de más, ya eran suficientes las de aquel tipo, menudo cabrón, parece que se ha largado, menos mal, le habrá espantado la tormenta.

Trata de acercarse a un portal, no puede quedarse tirado en la acera, la imagen ha de ser dantesca, se pregunta si algún vecino se habrá asomado a contemplar el granizo y al verlo a él no habrá llamado a la policía, a una ambulancia, quizá todavía salve la vida.

Las heridas no dejan de sangrar, le cuesta respirar, se le nubla la vista, seguro que tiene afectado algún órgano vital.

Se arrastra como un despojo. Alcanza el deseado portal, se siente a cubierto, el granizo ya no le machaca los costados, hay alguien ahí, alguien que le espera, tiene algo en la mano, ojalá fuera un teléfono móvil para llamar a urgencias, pero no, es un cuchillo, un enorme cuchillo lleno de sangre, maldita sea, el loco este tuvo la misma idea que él, refugiarse del granizo, tiene también ideas que a él jamás se le ocurrirían, como volver a clavarle el cuchillo, tres, cuatro veces, el dolor parece preludiar una muerte que no llega, incluso siente cómo el asesino le clava algo en el ojo, una aguja, una pinza, no es en el ojo, es en el párpado, algo que ya casi no provoca dolor, nada provoca dolor cuando la vida se apaga...

domingo, 24 de julio de 2011

8. El museo de la tortura

- Bien, Morales, ¿qué tenemos aquí?
- Un cadáver, jefe.
- Muy agudo, Morales.
- Gracias, jefe.
- Me refiero a qué conclusiones puedes sacar de él.

Morales hizo un repaso de los datos obvios. Lo habían sacado del muelle, allí se había quedado, anclado al fondo por una bola de hierro que le apresaba el tobillo derecho. Alguien no había contado con que las mareas bajan y suben regularmente,de modo que la cabeza quedaría a flote, a la vista de algún ciudadano curioso que paseara por el puerto, meciéndose con suavidad y dulzura como un junco con el viento.

- Ya se le ha identificado, jefe. Un tipo gris, sin amigos...
- Quienes no tienen amigos tampoco suelen tener enemigos, Morales...
- Trabajaba en el Museo de la Tortura, a dos manzanas de aquí.

¿El Museo de la Tortura? Joder, eso explicaba la presencia de aquella bola de hierro típica de los presos hace trescientos años pero que en estos últimos siglos estaba, definitivamente, pasada de moda.

- Debió de haberla robado de su propio Museo...
- Muy agudo, jefe.
- ¿Me estás vacilando, Morales?
- No, jefe...
- Decía que debió de haberla robado antes de atársela y arrojarse al mar.

Morales puso cara de estupefacto y enmudeció. Gutiérrez pensó que el Museo de la Tortura era el que le tocaba vivir a él cada día en comisaría.

- Sí, Morales. No sé por qué me sacas con este tiempo. Amenaza tormenta y esto no es homicidio, es suicido.
- ¿Cómo lo sabe, jefe?
- ¿No ves a este tipo? Parece un memo hasta cuando está muerto. El típico memo que trabaja en un Museo de la Tortura y se suicida con sus propias piezas de exposición.

Entonces Gutiérrez se acercó y rebuscó en los bolsillos de la chaqueta empapada del cadáver. Se había vestido de domingo, el tío. Mejor morir elegante, aunque luego te coman los peces. Sacó un papel, también empapado y, desde luego, ilegible.

- ¿Es una nota de suicidio? -preguntó Morales.
- Pues claro, hombre.
- ¿Y quién se mete una nota de suicidio en el bolsillo cuando se va a tirar al agua?
- Un imbécil, Morales, un imbécil...
- ¿Y si la nota fuera del asesino?
- Es un suicidio, Morales. Nadie mata a los empleados del Museo de la Tortura. Además, ¿qué asesino va por ahí dejando notas?

"Uno que quiere ser cazado", se contestó pronto a sí mismo. "O uno que quiere hacerle la vida imposible al comisario". No era el caso, desde luego, pero ambos callaron al instante.

Poco después se desató el temporal de granizo. Que se encargue otro departamento, que ellos no tenían que haber salido. Por un puto suicidio, habrase visto. Entre tanto, la Antártida había subido al cielo y había comenzado a desplomarse sobre la ciudad trozo a trozo.

jueves, 14 de julio de 2011

7. Sucesos indeseados perturbarán tu ánimo

Con el tiempo, aquel día sería recordado entre los agentes de comisaría como “el día de la gran granizada”. Un nombre estúpido, desde luego, especialmente porque lleva a confusión, porque cualquier ignorante puede bromear sobre el hecho de que todos fuimos a una heladería a tomar granizada o algo así, cualquier ignorante que no sepa hasta qué punto influye el granizo en el trabajo de un policía.
A mediodía, no obstante, cuando a nadie se le habría ocurrido decir que se encontraba en “el día de la gran granizada”, la cosa ya pintaba mal. Acababa de leer el horóscopo del día en el periódico: “sucesos indeseados perturbarán tu ánimo”. Recuerdo que pensé algo así como: “Joder, ¿cómo se les ocurre decir esto?”. Pensé en la farsa de los horóscopos, en que conocía a periodistas que cada mañana escribían al azar en esa sección lo primero que se les venía a la cabeza, en lo perjudicial que era para el negocio de venta de periódicos hacer predicciones negativas. Nadie compra el periódico para leer que le van a venir mal dadas. “El que escribió esto debió haber tenido un día realmente horrible”. Luego caí en la cuenta de que yo mismo leía esa farsa cada mañana y que me dejaba influir por ella hasta el punto de cambiar mi estado de ánimo.
“Mierda”, pensé. Me puse un café muy cargado con un buen chorro de vodka. Encendí un cigarrillo y me recosté en mi silla, con los pies encima de la mesa del despacho, “que para eso es mi despacho”, como había dicho por activa y por pasiva en multitud de ocasiones. Y, como cada vez que intentaba relajarme, justo en ese momento apareció Morales.
- Jefe, un asesinato en el puerto.
La frase me vino inmediatamente a la cabeza: “sucesos indeseados pertubarán tu ánimo”. Pensé que un asesinato era un suceso indeseado, por supuesto, pero era, al mismo tiempo, la rutina con la que tenía que lidiar a diario. Así que un “suceso indeseado” capaz de “perturbar mi ánimo” tenía que ser algo más próximo. Y entonces pregunté, como movido por un resorte, y aun a riesgo de mostrarme obsesionado, de parecer un neurótico:
- ¿Algún imperdible? ¿Algún papel? ¿Algún nombre?
Morales comprendió, me miró con un ligero gesto de compasión que no se atrevió a mostrar, más le valía, pero que detecté y que me hizo concluir que, de allí en adelante, mis preocupaciones personales serían solo mías, y contestó con un lacónico y temeroso:
- No, jefe.
Me levanté, me puse la chaqueta y salimos en dirección al puerto. Entonces nadie hubiera dicho que aquel día sería conocido como “el día de la gran granizada”; nadie hubiera dicho, tampoco, que el “suceso indeseable” estaba por llegar, que no se trataría precisamente del granizo y que, en efecto, terminaría por “perturbar mi ánimo” de manera definitiva.