Hortensio entró en el edificio abandonado y notó un olor extraño, como a rancio, como a cerrado. Pensó que era algo normal en un edificio abandonado, pero luego vio paredes derruidas y un techo a medio caerse por el que se renovaba el aire del interior y dedujo que tenía que haber algo más.
Allí olía a sangre, a sudor, a orines y excrementos. Allí olía a muerte.
Hortensio pasó varias salas llenas de basura y escombros hasta que dio con algo que atrajo su atención. Unas escaleras descendían a algún lugar oscuro que sus ojos no llegaban a captar y que suponía un sótano, un garaje o cualquier dependencia subterránea del edificio.
Se alegró de haber traído una linterna. La encendió.
Los escalones estaban limpios. Aquello no era normal.
Tampoco fue normal, por cierto, lo que ocurrió a continuación. Hortensio comenzó a descender hasta que un objeto contundente le golpeó en la nuca.
Entonces, a pesar de la linterna y aunque se hubieran congregado diez soles, todo a Hortensio se le volvió negro como el carbón, incluido su futuro.
Eso pensaba, al menos, cuando perdió el conocimiento.