domingo, 16 de septiembre de 2012

19. La verdad susurrante

     Cualquiera que hubiera pasado por el parque a la hora del almuerzo hubiera podido ver al Comisario Gutiérrez refunfuñando, impaciente por la espera. Afortunadamente, nadie pasaba por allí a esas horas, a quién se le ocurriría salir al parque a la hora del almuerzo.

     Cualquiera que hubiera tomado asiento en un lugar cercano hubiera podido ver a Streller, con su estrambótica gabardina, acercándose al Comisario y saludándole. Cualquiera hubiera sospechado que algo se cocía entre aquellos dos personajes. Sin embargo, ninguna mirada indiscreta merodeaba por el lugar.
  
  También hubiera comprobado, cualquiera que hubiera puesto interés en ello, que el Comisario quedaba manifiestamente disgustado ante la presencia del periodista a quien, a buen seguro, no esperaba en ningún caso. Les hubiera oído entablar una conversación entre reproches y reniegos, en tono elevado y cargado de crispación que no llegaba a grito por un punto profesional de discreción que ambos habían desarrollado como cualidad básica.
 
   Hubieran llegado a sus oídos frases como "y tú que haces aquí", "por qué habría de creerte", o "de dónde sacas eso" en boca de Gutiérrez; "caminas a tientas", "tengo lo que buscas", o "y si fuera verdad", en la de Streller.

    Lo que jamás nadie hubiera podido oír, por más cerca que se situara, por más atención que pusiera, por más interés que le despertara, eran las palabras que pronunció Streller, en un susurro casi agonizante, pegando los labios al oído de Gutiérrez. Las pronunció despacio, saboreando cada sílaba, se levantó y dejó solo al Comisario.

     Este estaba pálido, parecía petrificado, como si la voz de Streller le hubiera hechizado. Un sudor frío comenzó a recorrerle la frente...

jueves, 9 de agosto de 2012

18. Hora del almuerzo en el jardín del bien y del mal

     Hubo un tiempo en el que Gutiérrez disfrutaba de los parques. Solía ir de tanto en cuanto, a pasear, a relajarse, a pensar. Pero ese tiempo, definitivamente, era ya pasado.

     Así pensaba, al menos, mientras se sentaba en el banco y se disponía a esperar. Un grupo de jóvenes armaba jaleo en la zona de ocio, en el parque infantil los niños chillaban, molestos, y sus madres chillaban aún más, intentando infructuosamente mantenerlos a raya. Hasta las dos señoras mayores que se encontraban dos bancos más allá hablaban de estupideces en un tono más alto del conveniente. No, definitivamente, aquellos buenos tiempos ya habían pasado.

     El Comisario sintió hambre. La hora del almuerzo, joder. No podían haberle citado estando de servicio, tenía que ser en su hora libre. Resopló solo de pensar que tenía que haber comido algo, en sus dudas frente a la expendedora de sándwiches, no es lo más adecuado acudir a una cita con un informante teniendo el estómago lleno, esto lo sabe cualquiera, el ayuno despierta la inventina y agudiza el ingenio, y mantiene los sentidos alerta y el cuerpo activo, nunca se sabe si de una de estas va a salir una reyerta o una persecución.

     Sería su hora libre, pero llevaba su arma reglamentaria bien guardadita bajo la chaqueta, a mano. Un informante anónimo... todavía no sabía cómo se le había ocurrido acudir a la cita, sin apoyo, ni vigilancia, sin contárselo a nadie... era la costumbre, desde luego, los informantes anónimos deben seguir siendo anónimos después de proporcionar la información, así que mejor con discreción.

     Se encendió un cigarrillo, luego otro. Luego un tercero. El hambre empezaba a consumirle y allí no llegaba nadie. Quién coño queda a la hora del almuerzo... Cuando todo comenzaba a parecer una broma pesada Gutiérrez notó un leve toque en el hombro. Grave error. Un policía nunca puede perder de vista la retaguardia. Se volvió. Allí había un tipo disfrazado de agente secreto o algo así, con gafas oscuras y una gabardina. La teoría de la broma pesada cobraba peso porque... ¿qué clase de gilipollas acude a un encuentro como informador secreto disfrazado del Inspector Gadget?

     Pronto comprendió Gutiérrez, no obstante, que el tipo no andaba disfrazado, que ese atuendo ridículo era su estética habitual. Especialmente cuando le susurró al oído:

- Buenas, Comisario. ¿Se acuerda de mí? Soy Streller.

     Definitivamente, los parques públicos ya no son lo que eran. Ahora dejan entrar a cualquiera...

domingo, 22 de abril de 2012

17. Correo urgente

     El Comisario Gutiérrez cruzó el umbral, cerró la puerta tras de sí y entró en el salón. Uno debería sentirse bien al llegar a casa después de la jornada de trabajo, ese lugar seguro, ese pequeño refugio que cada uno debiera tener frente al cruel mundo exterior. Para Gutiérrez no era así, y bien que lo lamentaba.

     La casa le traía recuerdos, malos recuerdos; la casa le despertaba fantasmas que durante el día, a ratos, conseguía apartar de su mente, pero que entre esas cuatro paredes campaban a sus anchas. Hacía mucho tiempo que Gutiérrez no dormía bien, que no dormía tranquilo; el silencio y la calma, en lugar de relajarle, le transportaban a lugares inhóspitos, su cabeza comenzaba a dar vueltas y a generar un sentimiento angustiante que solo el sonido monótono de la televisión o el aturdimiento del vodka podían calmar. Algo bullía en su cabeza, deseando salir a la primera oportunidad. Algo malvado. Y eso, esa sensación, no se la deseaba a nadie.

     Pero allí estaba, como cada noche, sentado en el sofá, con un puñado de cartas en la mano, las que había recogido del buzón de la entrada. Otra tortura recurrente. Hubo un tiempo en el que las cartas servían para que la gente se comunicara. Ahora solo hablan de estupideces y de malas noticias, como los telediarios. Si por él fuera, eliminaría el correo convencional.

     Empezó a pasar los sobres, uno tras otro: factura, factura, el banco, la luz, publicidad del supermercado de la esquina, de una clínica dental, del restaurante chino, un sobre en blanco...

     Un sobre en blanco es un misterio. Normalmente, y él lo sabía bien, los misterios no traen nada bueno. Para un Comisario de Policía, los misterios son una mierda que siempre trae problemas, y que por lo general acaba mal. En cualquier caso, todo era mejor que el extracto de la cuenta corriente o que el menú del chino...

     Así que abrió el sobre. Una nota. Manuscrita. No conocía la letra. Una nota que le citaba tres días después en el parque de la ciudad, a la hora del almuerzo. Seguro que no era para almorzar, desde luego. Especialmente por las últimas palabras de la nota: "Tengo información".

     "Tengo información". Ya ves. Información sobre qué. "Espero que sea sobre el caso que me ocupa, porque como sea sobre el Ibex35 o la Política Internacional o sobre los Testigos de Jehová mato a quien sea", pensó Gutiérrez.

     Lo que tuvo claro, ya desde aquel momento, es que iría a la cita. Él podía ser un cabrón amargado, pero cuando había que estar, estaba. Siempre. Vaya que sí.

domingo, 26 de febrero de 2012

16. Tras la puerta

     Era mediodía. En la calle lucía un sol radiante. En aquel pasillo, sin embargo, estaba oscuro, olía a mugre y suciedad y la tenue luz parpadeante de un tubo fluorescente no hacia sino dotar a la escena de un ambiente espectral.
    
     Morales y el Comisario Gutiérrez se apostaron a sendos lados de una de las puertas. Nadie se asomó al pasillo, ninguna vieja curiosa, ningún niño inconsciente, nadie que pasara por allí. "Chicos listos, estos vecinos", pensó Gutiérrez. "Ya se huelen el percal".

     Llamaron con precaución. Un par de golpecitos suaves. "Aurelio, abre. Policía".

     Nada.

     "Aurelio Martínez. Policía".

     "Venga, Navajas, coño, abre ya, sabemos que estás ahí".

     Tras cada llamada se echaban a un lado. Vale que el Navajas trabajara con armas blancas, pero no era descartable encontrarse con un disparo a través de la puerta. En situaciones límite uno no sabe cómo reacciona esta gente.

     "Venga, Morales, a la mierda".

     Los dos se prepararon y patearon la puerta con fuerza y a la vez. Esta cedió.

     Persianas subidas y cortinas descorridas. Luz. Manchas de sangre en todo el recibidor. Gutiérrez y Morales entraron, mirando a un lado y a otro. Gutiérrez vio una navaja suiza tirada en el suelo. Son útiles. Se la hubiera quedado si no lo prohibiera el protocolo. Olía a productos químicos, a cerrado, y a muerto.

     "Jefe, mire".

     Morales estaba asomado al salón. Allí estaba el Navajas, tumbado en el suelo y mirando al techo con los ojos bien abiertos. Camiseta de tirantes raída y guarra como de no haber sido lavada en años; su cicatriz en el brazo derecho; su tatuaje en el izquierdo. La garganta rebanada, cubierta de sangre seca. Un charco entre rojizo y negruzco se extendía desde el cuello y penetraba bajo los sofás.

     Morales, este no es el asesino que buscamos.

     Un rayo de sol que penetraba furtivo por una de las ventanas se reflejaba en un pequeño objeto de metal enganchado al párpado abierto de el Navajas. Era un imperdible al que, por supuesto, se le enganchaba un papel. Cualquiera diría que el muerto lo estaba leyendo. No hubiera tardado mucho, de todos modos. En el papel solo ponía "Gutiérrez".

     "El asesino del imperdible" no solo quería cometer otro crimen, sino que sabía que el Navajas sería, por deducción, el principal sospechoso. "Morales, el asesino sabía que vendríamos aquí".

     Morales enmudecía. Gutiérrez carraspeó, se encendió un cigarrillo y juró en el hebreo más vulgar y barriobajero.

lunes, 30 de enero de 2012

15. El Navajas

     - Jefe, ¿se puede?

     Morales esperó respuesta, comprendió que esta no llegaría nunca y entró de igual manera. El Comisario Gutiérrez, ya disgustado por la intromisión que le estaba interrumpiendo el cigarrillo, observó con aprensión el grueso dossier que portaba su subordinado. Grueso no, enorme, una monstruosidad que seguro que estaría dispuesto a enseñarle página a página hasta matarle de aburrimiento.

     - ¿Qué es eso, Morales?
     - "El asesino del imperdible", jefe...
     - ¿El asesino del imperdible?
     - Sí, es por bautizarle de alguna manera, jefe, y como siempre deja en sus víctimas un papel con su apellido, así, "Gutiérrez", y como siempre engancha ese papel con un imperdible...
     - Vale, vale, Morales, para ya... ¿qué pasa con el asesino del imperdible?
     - He pensado que, como el asesino le conoce a usted y parece no tenerle en muy alta estima, tal vez sea algún criminal al que usted detuvo en el pasado y que quiere vengarse... mire, aquí están las fichas de todos sus detenidos, jefe... son 59...

     Gutiérrez observó el dossier. Caras de mala leche y vidas de delincuencia y depravación. A algunos ya ni los recordaba. La verdad es que en esta ocasión Morales había hecho un buen trabajo. No le dijo nada, por supuesto, no fuera a ser que se le subieran los humos... así que 59 detenidos... vaya... eran bastantes... el asesino del imperdible sería el número 60...

     El comisario pensó unos instantes en la magia del número sesenta, en los minutos y segundos, en su prodigiosa divisibilidad, en el sistema de numeración sexagesimal utlizado en Babilonia, hasta que decidió que ya era hora de dejar de pensar en gilipolleces y ponerse manos a la obra.

     - Busquemos a todos estos desgraciados, Morales...
     - No hace falta, jefe...
     - ¿Cómo?
     - 37 de ellos siguen aún en prisión.

     Vaya, eso facilitaba las cosas... bendito sistema penitenciario...

     - Así que solo tenemos que buscar a 22, ¿no?
     - Sí, jefe. De hecho...
     - ¿De hecho?
     - De hecho solo uno de los 22 fue detenido por delitos de sangre, jefe. Quizá sea quien buscamos... mire...

     Morales señaló una foto. Aurelio Martínez, alias "el Navajas".

     - Coño, Morales, ¿"el Navajas" está libre, tú lo sabías y me tienes aquí perdiendo el tiempo? Vamos a por él ya mismo...

     Salieron tan rápido que el cigarrillo permaneció en el cenicero, humeando, todavía un rato.