Hortensio se había convertido en el líder de aquel heterogéneo trío que, a la desesperada, conscientes de que el tiempo se les acababa, habían salido corriendo de comisaría a peinar una ciudad que se les antojaba enorme. No es que al ayudante de Gutiérrez le picara el gusanillo de la fama o de la gloria. Se trataba, más bien, de organizar un poco a un reportero y a un novelista que, por muy enterados que estuvieran en historias de policías, no estaban acostumbrados a verse en disyuntivas como la que se les presentaba.
Y Gutiérrez no estaba, claro. Porque si hubiera estado Gutiérrez...
Hortensio abrió los ojos y comprobó que Mel y Streller lo miraban raro.
- ¿Has vuelto ya, Hortensio? Estabas en Babia.
- Callad -ordenó éste. - Dejadme pensar, hombre...
- ¿Todavía más tiempo? -preguntó Streller. - A este paso Gutiérrez...
- Silencio -dijo de nuevo Hortensio con pose teatral.
Hubo silencio, pues. Lo suficiente para que Hortensio se centrara y volviera al mundo.
- Hay que entrar en su mente...
- ¿En la mente del asesino, quieres decir?
- No, hombre, en la mente de Gutiérrez...
- Eso sí que es complicado.
Los tres se miraron. No necesitaron decirse nada. Tenían claro a qué lugar se habría dirigido Gutiérrez si hubiera tenido que deambular por la ciudad sin rumbo fijo, como era el caso. Y Morales también lo hubiera sabido, si hubiera decidido secuestrarlo...
Todavía estaban pensando mientras se subían al coche y salían a toda velocidad.
Se reclinó ante el escritorio de su despacho, se encendió un cigarrillo y observó el infinito. Alguien llamó educadamente a la puerta. "Comisario", le dijeron, "alguien quiere verle". "Seguro que no es para nada bueno", pensó él, "nadie me llama para nada bueno". Sin embargo, de sus labios solo brotaron las palabras "¡que pase!". Y no era ninguna rubia despampanante, por supuesto. Eran problemas. Más problemas. "¡Mierda!", pensó. Y aspiró otra calada.