- Ponme un chupito de vodka.
Gutiérrez estaba un poco harto de todo. Llevaba un día de perros. Ya no sabía si era peor tener que aguantar a sus ayudantes o pasar la mañana solo. Mal asunto. Cuando un hombre no soporta a quienes le rodean pero tampoco se soporta a sí mismo, es que tiene un problema.
Pero esos instantes de calma que proporcionaba el vodka mañanero en el bar de la esquina no iban a durar demasiado. De momento, y como una flecha, entró Hortensio.
- Comisario, he encontrado algo. El joyero tiene un almacén en un polígono industrial de las afueras. Tiene todo bastante sentido. El material, por supuesto, está asegurado. Quien más gana con el robo es, curiosamente, la víctima.
- El amigo Gómez de víctima tiene poco...
Iba a decir Gutiérrez que Mel, que seguía a Gómez, traería más información, cuando este y Streller entraron en el bar. No iban como flechas, sino como auténticos aviones a reacción, rojos como tomates después de una carrera, con la respiración agitada y visiblemente alterados.
- Bienvenidos, chicos, ¿algo nuevo del capullo de Gómez?
- Olvídese del joyero, comisario -gritó Mel.
- ¿Qué pasa?
- ¿Que qué pasa?
- Sí, coño, Mel.
- Pues... -Mel tragaba saliva como si tuviera que anunciar las peores noticias del mundo.
- ¿Qué, joder?
- Es que...
- ¿Quieres hablar de una puta vez?
- Se ha escapado -terció Streller.
- ¿Quién? -preguntó Gutiérrez como si, en realidad, no quisiera saberlo. Una sombra de duda cruzó su rostro.
Se desató entonces un silencio incómodo adornado con miradas cruzadas. Aquellos cuatro tipos, curtidos en las más duras batallas, temían, cada uno a su manera, que se desatara una tormenta de proporciones épicas.
- ¡Quién! ¡Dilo! -grito Gutiérrez.
- Morales -dijo Streller finalmente. - Morales se ha fugado de la cárcel.
Si aquella mañana no se acabó la provisión de vodka en el bar de la esquina fue porque Streller, Mel y Hortensio terminaron por sacar a Gutiérrez a rastras.
El asesino del imperdible volvía a andar suelto. La tormenta no había hecho más que comenzar.
Se reclinó ante el escritorio de su despacho, se encendió un cigarrillo y observó el infinito. Alguien llamó educadamente a la puerta. "Comisario", le dijeron, "alguien quiere verle". "Seguro que no es para nada bueno", pensó él, "nadie me llama para nada bueno". Sin embargo, de sus labios solo brotaron las palabras "¡que pase!". Y no era ninguna rubia despampanante, por supuesto. Eran problemas. Más problemas. "¡Mierda!", pensó. Y aspiró otra calada.