Amadeo esperaba sentado en uno de los despachos de administración del recinto ferial. Con la mirada baja, no paraba de frotarse las manos y de mirarse los dedos, inquieto.
- Yo no he hecho nada, Comisario. Se lo juro.
- Nadie ha dicho que usted haya robado la obra, Amadeo -contestó Gutiérrez, para tranquilizarlo. - Solo quiero hacerle unas preguntas para esclarecer el caso...
- Responderé a lo que quiera, pero sé lo que piensan todos. Piensan que yo robé la obra, lo veo en sus caras. Pero yo no lo hice, de verdad, se lo puedo jurar...
- Deje de jurar, Amadeo, y dígame si esta mañana, al llegar, encontró algo extraño, algo fuera de lugar. ¿Signos de que hubieran forzado la entrada?
- No.
- ¿Algún tipo de desorden? ¿Algo tirado por el suelo?
- No.
- ¿Entonces?
- Nada fuera de lo normal, Comisario. Todo estaba solitario. Aquí no había nadie.
Gutiérrez se mesó los cabellos. Ya empezaba a desesperar. Con testigos así, tímidos y poco observadores, no hay mucho que hacer. Parece que no quieren ver nada por no molestar. Gutiérrez, entonces, se encendió un cigarrillo y decidió ponerse serio.
- O sea, que lo hiciste tú, ¿no? ¿Por qué? ¿Qué lleva a un encargado de la limpieza a robar una obra de arte?
- No, Comisario, le juro...
- ¡Deja de jurar!
Amadeo, entonces, se puso a llorar.
A Gutiérrez, al ver a un hombre hecho y derecho llorando como una Magdalena, le dieron ganas de tirarse por la ventana. O de meterle un sopapo, para que llorara por algo.