Pues el encargado de la limpieza de la casa de Roberto Plenilunio fue el último en llegar. La verdad es que su cara al entrar y encontrarse el tinglado, y la cara de todos los presentes al verlo a él, eran sendos poemas. Podían recopilarse en un cancionero, el "Cancionero de Plenilunio".
El vecinito pesado, por supuesto, había sido el primero en llegar. Anda que iba él a perderse el mambo. Hortensio lo invitó a sentarse. Luego llegaron Mel y Streller, y Tomás Plenilunio, y el agente del escritor asesinado. En total, ocho personas hacinadas en aquella sala de reuniones, todas inquietas, todas nerviosas, todas expectantes ante lo que, suponían, iba a suponer la revelación del nombre del asesino.
¿Para qué si no iban a convocarlos a todos en comisaría?
Solo Gutiérrez mantenía la calma. Aunque, bien mirado, podría decirse que actuaba de una forma extraña.
Hortensio, de hecho, no daba crédito a lo que veían sus ojos.
Desde que había sacado Muerte bajo el sol de la casa de Plenilunio, se encontraba enfrascado en su lectura de una manera tal que a Hortensio le daba pena interrumpirle. ¡A él, a Gutiérrez, que no había leído en su vida ni las frases pintadas en las puertas de los aseos!
- Chsss... calla, Hortensio, que estoy leyendo -respondió este.
Es que ya están todos aquí...
El comisario Gutiérrez, entonces, alzó la vista. Parecía sorprendido ante la presencia de tanta gente.
- Oh, vaya, disculpen, caballeros.
"¿Disculpen, caballeros?" Hortensio empezó a pensar que a su Gutiérrez se lo habían cambiado. Más todavía cuando se sacó una pipa del bolsillo, la encendió y empezó un discurso que, con el tiempo, se convertiría en memorable.
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