domingo, 24 de julio de 2011

8. El museo de la tortura

- Bien, Morales, ¿qué tenemos aquí?
- Un cadáver, jefe.
- Muy agudo, Morales.
- Gracias, jefe.
- Me refiero a qué conclusiones puedes sacar de él.

Morales hizo un repaso de los datos obvios. Lo habían sacado del muelle, allí se había quedado, anclado al fondo por una bola de hierro que le apresaba el tobillo derecho. Alguien no había contado con que las mareas bajan y suben regularmente,de modo que la cabeza quedaría a flote, a la vista de algún ciudadano curioso que paseara por el puerto, meciéndose con suavidad y dulzura como un junco con el viento.

- Ya se le ha identificado, jefe. Un tipo gris, sin amigos...
- Quienes no tienen amigos tampoco suelen tener enemigos, Morales...
- Trabajaba en el Museo de la Tortura, a dos manzanas de aquí.

¿El Museo de la Tortura? Joder, eso explicaba la presencia de aquella bola de hierro típica de los presos hace trescientos años pero que en estos últimos siglos estaba, definitivamente, pasada de moda.

- Debió de haberla robado de su propio Museo...
- Muy agudo, jefe.
- ¿Me estás vacilando, Morales?
- No, jefe...
- Decía que debió de haberla robado antes de atársela y arrojarse al mar.

Morales puso cara de estupefacto y enmudeció. Gutiérrez pensó que el Museo de la Tortura era el que le tocaba vivir a él cada día en comisaría.

- Sí, Morales. No sé por qué me sacas con este tiempo. Amenaza tormenta y esto no es homicidio, es suicido.
- ¿Cómo lo sabe, jefe?
- ¿No ves a este tipo? Parece un memo hasta cuando está muerto. El típico memo que trabaja en un Museo de la Tortura y se suicida con sus propias piezas de exposición.

Entonces Gutiérrez se acercó y rebuscó en los bolsillos de la chaqueta empapada del cadáver. Se había vestido de domingo, el tío. Mejor morir elegante, aunque luego te coman los peces. Sacó un papel, también empapado y, desde luego, ilegible.

- ¿Es una nota de suicidio? -preguntó Morales.
- Pues claro, hombre.
- ¿Y quién se mete una nota de suicidio en el bolsillo cuando se va a tirar al agua?
- Un imbécil, Morales, un imbécil...
- ¿Y si la nota fuera del asesino?
- Es un suicidio, Morales. Nadie mata a los empleados del Museo de la Tortura. Además, ¿qué asesino va por ahí dejando notas?

"Uno que quiere ser cazado", se contestó pronto a sí mismo. "O uno que quiere hacerle la vida imposible al comisario". No era el caso, desde luego, pero ambos callaron al instante.

Poco después se desató el temporal de granizo. Que se encargue otro departamento, que ellos no tenían que haber salido. Por un puto suicidio, habrase visto. Entre tanto, la Antártida había subido al cielo y había comenzado a desplomarse sobre la ciudad trozo a trozo.

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