miércoles, 28 de junio de 2017

56.- El dulce piar de los pájaros

     Gutiérrez paseaba por la avenida paralela al parque mirando al suelo y con cara de asco. Este Mel era un capullo. Dos ruiditos en una grabación y ya se creía que había descubierto América. La cuestión era que no estaba el caso como para despreciar indicios, por más estúpidos que estos fueran, así que se habían dividido la ciudad en sectores y habían empezado a caminarla. Streller por un lado, Hortensio por otro. Y él, claro. El mismísimo comisario dando paseos de viejo por parques y jardines. No eran demasiados, pero todos tenían cabinas. Y todos tenían paradas de autobús, maldita sea.

     Había anochecido. A Gutiérrez no le gustaba la idea, pero entre una cosa y otra la noche se le
había venido encima. Ahora ya no cantaban los pájaros. Las lechuzas y los murciélagos, como mucho.

     Gutiérrez se detuvo ante la cabina de este parque en concreto, el que le tocaba en su ruta. Nada diferente al resto. A esas horas pocos eran ya los que paseaban por la calle. El parque, por supuesto, ya había cerrado.

     Distraídamente, el comisario se acercó a la cabina y le echó una ojeada. Podían tomar las huellas, aunque tampoco serviría de mucho. Ya sabían quién era el asesino. Podían buscar grabaciones que lo detectaran, cámaras de seguridad y tal, pero tampoco les sacarían especial partido.

     Aquello era una tontería. Estaba haciendo el indio.

     Justo pensaba en estos términos cuando vio algo. En la cabina, entre las teclas. Acercó la mano... Abrió los ojos... Era un imperdible...

     Iba a salir pitando para avisarlos a todos cuando le golpearon la cabeza con un objeto contundente. Un golpe seco, dado a conciencia. Aquello dolía horrores.

     Gutiérrez cayó al suelo, se notó sangrar. Antes de perder la consciencia oyó, aunque fuera de noche, bandadas enteras de pájaros que piaban a su alrededor...

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